domingo, 13 de julio de 2008

Entrelíneas, Fantasmas que reviven con música de Bregovic (Milos Deretich)

LA NACION Domingo 16 de septiembre de 2001

Sonidos con el humor desmedido y vital de los Balcanes

Es la música de Goran Bregovic la que me trae este recuerdo. Es la hondura de su lamento funerario y el estrépito de su vehemencia gitana lo que me devuelve a una mañana de sábado del último invierno.

Hay un hombre doliente junto al foso de tierra fresca donde otro hombre reposará para siempre. Milos. Es un hombre despidiendo a su padre en silencio, sin énfasis, con la misma austeridad y sencillez que selló una relación de cuarenta años. El silencio es hondo y también la tristeza, pero no hay gravedad en los rostros, apenas la fatiga y el desconsuelo que provocan la agonía y las primeras señas de la despedida inminente.

Percibo, sin embargo, una mansedumbre inesperada, casi un destello de la dicha, y pienso que ese sentimiento puede convocarlo el adiós a un hombre que no ha dejado casi sueños por cumplir y ha llevado una vida provechosa.

Escucho de pronto un tintineo de copas, el crujir de los cristales irrumpiendo en la quietud del cementerio, el ruido seco de una botella que ha sido descorchada. Milos eleva su copa, se une en un brindis con sus familiares cercanos, murmura unas palabras que no alcanzo a escuchar pero sé que son de gratitud hacia el hombre que le dio vida y le enseñó los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes.

Empina Milos su copa, la arroja sobre el féretro y todos lo siguen en un rito que desconozco, pero que supongo pertenece a la tradición montenegrina de la que tanto me ha hablado. Sobre un fondo de cristales rotos, él vendrá a develarnos la verdad con su humor negro y desproporcionado, que tantas veces ha querido mitigar el dolor y muchas otras nos ha hecho estallar en una carcajada: el rito es privado, entenderé después, celebra el final de una vida, la de su padre, que en ruedas de amigos ha sabido compartir los manjares de la cocina y los placeres de una charla embriagadora.

-Era un viejo borrachín -dice Milos, con su humor furibundo-. Me acerco a otro amigo y los dos invocamos el nombre de Emir Kusturica, sentimos que somos parte de una escena de su cine vigoroso y fantástico, de un lirismo desmesurado. Sólo la música de Goran Bregovic, que hemos conocido en esas películas delirantes, con su alegría y su atmósfera litúrgica, merecería ser escuchada en este instante.

Me da placer estar aquí, acompañar a Milos en esta ceremonia secreta, sentirme extranjero y también sentirme parte de los suyos, saber que la amistad nos ha unido para siempre, tal vez hasta el instante en que alguno de los dos haga estallar una copa de vino tinto cuando la vida decida que ha llegado el momento de ver partir al buen amigo.

Es Goran Bregovic quien ahora ingresa en escena en el Teatro San Martín. Su orquesta lleva la huella de las tradiciones populares de los Balcanes, ejecuta música de bodas y funerales.

En la agitación de las cuerdas y en la exaltación de la fanfarria gitana, en la emoción de una oración religiosa y en la provocación de una danza turca resuenan las sonoridades de un país devastado.

Es un amigo quien acierta a decir que esa música hecha de restos, trágica a la vez que rebosante de vida, es la que merece este día: hace un momento ingresamos en la sala, unidos en un murmullo de asombro y pesadumbre, con los ojos heridos por las imágenes que la televisión nos trajo de una ciudad destrozada.

Es el humor, antes que la música, lo que nos aleja de la congoja por lo sucedido y del temor y la incertidumbre que ahora más que siempre despierta el porvenir. Goran Bregovic anuncia una canción de taberna que en Sarajevo los hombres y las mujeres aprovechan para entregarse juntos a la bebida. Es una canción graciosa y sencilla, que cada tanto los intérpretes interrumpen para tomar un buen trago.

Reímos con inocencia sintiéndonos por un instante niños, ajenos a las perversiones del mundo, como si ignoráramos que un país puede ser despedazado por las guerras y una ciudad hundida por la locura. Aventuro que esta música debe ser reparadora para quien quiera escucharla sin odios, imagino el regocijo de croatas, bosnios, macedonios y montenegrinos, todos parte de una geografía astillada cuyos secretos quise conocer y mi amigo ha procurado en vano desentrañar.

Observo a Milos de soslayo, temeroso de incomodarlo en caso de sorprenderlo en uno de esos raptos de emoción que siempre ha contenido.

Sonríe, seguramente plácido en el reencuentro con sus ancestros y su pasado, con los sonidos que lo acompañaron durante la infancia y de los que cuando éramos muy jóvenes él me ha dado las primeras noticias. No insinúa un gesto de euforia en medio de la platea que se deja seducir por la indomable música balcánica. Es la suya una celebración íntima, a solas con sus recuerdos, melancólica de aquello que ya no sucederá.

Me toca un hombro cuando abandonamos la sala. Lo miro en busca de una pequeña señal mientras nos unimos en un abrazo, el de todos los días, y sin embargo tan distinto cuando como ahora se lleva en la memoria el dolor que trajo la muerte reciente de un ser querido.

Nos despedimos pronto, con la promesa de encontrarnos a tomar un buen vino cualquiera de estos días, dispuestos a reírnos un poco de la vida y a compartir otra vez los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes, mecidos por la música compañera de Goran Bregovic.

Por Víctor Hugo Ghitta
http://buscador.lanacion.com.ar/Nota.asp?nota_id=335583&high=goran

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